jueves, 1 de noviembre de 2007

Carne

La semana pasada tuve un periodo de sapienza senil, como una declaración de la energía mermada y la falta de poesía. "¿Qué es poesía?", me preguntaba mi sobrina de 17 años, ahora que tiene las hormonas dispuestas para comenzar a leer sobre la lujuria que provoca la visión lúbrica de un cadáver en el campo (Baudelaire dice). Así como así, en medio de una reunión familiar en la que todos habían logrado calmar sus ascos alimentados por años y luego reducidos a cordialidad después de unos años más, mi sobrina entrada en carnes me preguntaba qué era la poesía.

-Pues bien a bien, no lo sé, hija. ¿Has visto a los fisicoculturistas? -pregunté, mientras ella con los ojos en mi rostro de seguro apretaba las piernas para agolpar sus labios contra el clítoris, al tiempo que asentía.- Pues la poesía es como esa energía de sobra que tienen para levantar acero.
-No entiendo -dijo ella.
-Supongamos que tú estás viva. Para vivir necesitas energía, que para nosotros es aquella que nos da el sol a través de las plantitas que guardan calorías, las mismas que comen las vacas que te estas comiendo. Esa energía se agota y se renueva. Los fisicoculturistas exprimen sus energías en esas repeticiones sin sentido para alcanzar lo que ellos consideran bello.
-Pero si esas repeticiones sirven para que se inchen, entonces no son en vano.
-Lo que pasa es que no son vitalmente importantes, a menos que vivas en un estado de constante guerra y tengas que prestar servicio militar.
-¿Y qué tiene que ver la poesía con eso?
-No necesitas poesía para vivir, puedes comer sin belleza; y sin embargo la poesía necesita provenir de un exceso. En este caso, un exceso de imaginación, que se desarrolla como un músculo. A lo mejor también un exceso de memoria.
-Entonces la poesía no es necesaria.
-Yo creo que no.
-Y los músculos tampoco...
-Bueno, si no tienes buenos músculos, aunque no estén desarrollados, no podrás coger bien.
-A mí mamá no le gusta que me hables así.
-A tú mamá no le gustan muchas cosas.
-¿Por qué ya no se hablan como antes?
-Tuvimos diferencias. Yo la quería mucho.
-Ella también te quería mucho.

Por unos momentos ella guardó silencio y comió un poco más de su plato de arrachera con lechuga, frijoles, guacamole y queso. Todos los comenzales habían separádose en grupos de charla.

-¿Y ya no escribes poesía, tío?
-No, ahora tengo otros hobbies. Pero camino hacia la montaña todos los días.
-¿Me podrías enseñar tu poesía un día?
-No creo que a tu madre le guste.
-...
-...
-...
-Te vi revisando un cuaderno. ¿Qué estudias?
-Mi diarios de hace años. Estoy borrando los nombres propios y las fechas.
-¿Para qué?
-Sería "¿por qué?".
-A veces no te entiendo pero hablas chistoso.
-¿Chistoso?
-Yo escribo poesía, me gustaría que la leyereas.
-Pero no te ofendas si no te digo nada de ella.

Mi sobrina se levantó de su lugar y fue por su bolso. Me mostró un cuadernito blanco en el que había muchos rayones, párrafos sin punto, diagramas que podían leerse en cualquier orden. Algunas veces había romanticismo, otras, sexo abstracto, de ese que se tiene sin nombrar las cosas por su nombre. Le pregunté si ya había tenido sexo. Ella se sonrojó. Le conté mi primera experiencia sexual en la infancia, mi amiga de la primaria, los matorrales de la escuela, sus bragas levemente amarillas en medio, sus manitas con las marcas rojas de la pared pedregosa, el silencio y los suspiros, la pérdida de la vergüenza, la promesa de más. Ella escuchó atenta a mi relato, y me dijo que el sexo no la había tratado bien hasta ahora, pero que mejoraría con los años.

Su madre se acercó por detrás sin que la percibiéramos. Me saludó cordialmente. La acompañé a la cocina. Le dije que su hija era muy curiosa, que la dejara ser. "Ya lo sé, pero no le leas tu poesía". "¿Se la has prohibido?"... "Te ves bien, un poco viejo, pero bien". "He pensado en ti". "Yo no".

DICK


"-Hemos abolido la guerra, así de sencillo. Tenemos una cultura tan homogénea como la de la Roma antigua, una cultura común para toda la humanidad, a lo largo y ancho de la galaxia. Cada planeta se encuentra tan implicado en ella como cualquier otro. No hay diferencias culturales que alimenten la envidia y el odio."

Eso escribió Phillip K. Dick en su cuento "Un recuerdo". Cuando leía esto hace muchos años pensé en las maravillas de la ciencia ficción mientras los coetáneos me decían que era una pérdida de tiempo, lo cual me parecía aún más romántico. Tan romántico que di la vuelta como retrógrada y comencé a tener amores platónicos con libros que no había leído. Como no tenía mucho dinero, no podía comprar las novedades editoriales que en realidad me importaban. Tratándose de libros extraños, ningún editor en su sano juicio emprendería la engorrosa tarea de comenzar una traducción. La única oportunidad era pedirlos por la red. Pero yo era joven y no tenía tarjeta de crédito, así que me devané los sesos con noise de sintetizadores de amigos para poder imaginar esos mundos extraños que la nueva ciencia ficción del siglo XXI estaba proponiendo. Leí sus pesadillas hasta muchos años después.

Más que sci-fi, esa literatura comenzó a tocar los temas que terminarían por difuminar el significado de ficción. Si bien muchos libros habían tratado de borrar las líneas entre lo estrictamente real y lo estrictamente fantástico, incluso lo periodístico, la nueva sci-fi (como lo mercadearon hace muchos años) planteó una especie de estoicismo a prueba de morales decimonónicas. Es decir, los nuevos libros comenzaron a estar conscientes de la virtualidad de los derechos humanos, un invento reconocidamente romántico en su raíz ilustrada, y la importancia de los sentimientos del autor, como si un grupo de lectores hubieran tomado por bandera la inutilidad de los sentimientos (el Monsieur Teste de Valery), y la disciplina musical de John Cage, que buscaba desacostumbrarnos de los sentimientos socialmente convenidos como bellos.

Una nueva feldad, lejos del acero helado y los robots con nanotecnología, se perfiló en el horizonte de la humanidad. El horror que la raza humana despedía se volvió en un aspecto guiñolesco de la realidad.

Por esto, el boom de los foros de discusión arrojó al mercado sendos trabajos colectivos y festivales virtuales de ideas, licuadoras de posiblidades con métodos de búsqueda a través de Google, una vez que lograron capturar el 90 por ciento de los libros del planeta.

Dick tuvo algo que ver. Unos dicen que todo, y otros dicen que sólo un poco. Yo creo que más tuvo que ver H. G. Wells.

Gamelan

Cuando tenía 17 años tuve una banda de la que conseguí un poco de diversión y muchas crudas. Podríamos pensar que lo mejor de todo eran las dos o tres mujeres que se acercaban por el ruido que provocábamos. Muy probablemente quienes más diversión tuvieron fueron ellas cuando nos las cogíamos la misma noche entre los cinco integrantes de la banda. Ahí la relación comenzó a minarse entre los músicos poco experimentados en maneras socialistas del amor, por lo que se fueron las mujeres y las ganas de seguir tocando.

Yo continué enchufando mi guitarra toda la vida. Repetía una y otra vez "Holliday in Cambodya" con el gusto de saber que con los años todo mundo olvidaría la canción y a esa banda liderada por un activista punk (tercer lugar en elecciones para ser gobernador de California). Sólo la memoria de elefante de Henry Rollins podía restaurar la canción en su casa veraniega de Los Ángeles, hasta que una muerte apacible lo visitara en cama. También repetí una y otra vez arpegios diatónicos, como si Phillip Glass se apoderara de mi pedalera y reverberara entre distorciones y ecos una música repetitiva, o serena y cambiante, como los gamelanes que asombraran a Debussy.

Ahora me conformo con programar algoritmos para hacer ruido junto con un controlador de espectros, una verdadera innovación del Theremin. Paso las noches empalmando capas y capas de ritmos extraños que por algunos minutos se vuelven un analgésico agradable de la vejez. Agradezco a las máquinas por cuya familiaridad conmigo no me siento desvalido como mi abuela, que sin vista y sin oído pasó los últimos veinte años de su vida entre penumbras y silencio.

Britanny Murphy




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Sexo Samurai


Para el Chike-tin.

Pasé mucho tiempo fuera de casa porque visité a Heberto, mi amigo y abogado personal. Primero fue mi amigo y después mi asesor jurídico cuando me divorcié por primera vez. Heberto vive a tres horas de mi casa. Cuando llegué de improviso le vi un poco molesto porque su disciplina tendría que cambiar por mi invasión. Cuando lo vi refunfuñar a su manera -la frase exagerada sin el más mínimo rastro de emoción "esta sí que es una agradable sorpresa"- le dije que no se mortificara, que no me iba a quedar en su casa y que sólo lo visitaría unos minutos por la noche. Era importante para mí mostrarle algunos libros que había encontrado en la librería de viejo, volúmenes que no podría negarse a revisar.

Heberto lleva ya varios años escribiendo un enorme ensayo sobre el Bushido y la literatura samurai en México. Desde que estudiaba derecho comenzó a interesarse por las artes marciales. Llegó a un dojo con un montón de lecturas, como si leer sobre lo que iba a practicar le acercara al núcleo del desempeño físico. Explicó arduamente sus impresiones sobre el arte de manejar una katana a su nuevo sensei, pero éste le detuvo en seco con la mano en alto y le dijo, "te voy a dar un consejo para el resto de tu vida: cállate."

Desde entonces Heberto dedicó gran parte de sus días a comprender algo que -según me reveló muchos años después- no hacía falta haber intentado practicar. "Toda mi vida hice algo tan inútil como todo lo demás", dijo, blandiendo un hacha con sus antebrazos nervudos para alimentar la hoguera que había encendido en menos de dos minutos. "Pero ya he comenzado y ahora sólo puedo seguir, la renuncia es un lujo que no he querido otorgarme".

Le mostré los libros extraños, mal empastados. Uno desarrollaba historias que encerraban largos ensayos, ambientadas en la ciudad de México durante los últimos días de vida de Juan Gabriel. Los demás eran artículos sesudos sobre la época en que aún se valoraban los sentimientos del "artista". Heberto recibió los libros con gusto. Hablamos un poco sobre su enorme proyecto.

Le pregunté si aún fornicaba. Me dijo que sí. Cada viernes venía Tania, una señora que hacía la limpieza de la casa. Los primeros meses de conocerse compartieron sus historias personales. Ella había quedado viuda por las Guerras de la Sierra durante el nuevo periodo priísta en la presidencia. Sus hijos vivían en la ciudad con la esperanza de vengar a su padre. No sabían a ciencia cierta cómo lograrlo ni a quién matar, pero un día, decía la señora, resolverían el problema y las cosas cambiarían, por lo menos dentro de su corazón. Estas circunstancias llamaron fuertemente la atención de Heberto y comenzó a tener, en contra de su disciplina -al principio, después se volvió un hábito más en la vida de mi abogado samurai-, unas horas para Tania, quien siguió haciendo la limpieza de la casa con algunas pausas sin programar para ser asaltada sexualmente mientras trapeaba, lavaba los trastes o sacudía la alfombra en medio de gritos que alguien hubiera podido interpretar como la violación de una chiquilla de veinte años.

Pero fuera de las promesas de amor que se rezaban trenzados -nuevas posturas, lugares extraños, invitados imaginarios, "te voy a coger como si te sostuviera con mi brazo", "por favor, nunca dejes de encularme en la cocina"- no hablaban de su vida sexual.

Me quedé hasta el viernes en su casa. Conocí a Tania. La señora de 50 años era delgada y conservaba una sonrisa discreta, como su voz. Sus ojos eran grandes, como sus senos. Me despedí de ambos ese día. Heberto me agradeció los libros y las frugales pláticas; Tania, mi amabilidad cuando la ayudé a mover un sillón, y la sutil leperada cuando la vi arreglarse el sostén al terminar de guardar los trastes.

Phantastica


Regué mi maceta de peyote después de muchos días. De los cerca de cuarenta que tenía, ahora sólo tengo este por motivos sentimentales. Hace cincuenta años los hippies de mi generación tuvieron grandes manifestaciones espirituales mientras acababan rápidamente con con una planta que crecía más lento que su urgencia por sentirse místicos. Los huicholes modificaron sus ritos cuando aprendieron a cultivar la planta mucho más rápido. En ese entonces mis amigos hippies fueron mucho más inteligentes que yo porque jamás logré deshacerme del tabú de la extinción, así que fui un consumidor tardío. Logré conseguir semillas de manos de amigos biólogos que, después de un tipo de entrenamiento para lograr cuidarlas, me regalaron algunas cabezas. Con los años logré cultivar más pero murieron muchas por mi torpeza y los viajes pasionales que emprendí con mujeres que al final decían jamás haber comprendido una palabra de lo que decía.

Por ese entonces mi vida se calmó un poco y logré leer de nuevo con regularidad esos libros que deseaba leer desde hacía mucho tiempo. Siempre me sorprendió la avidez de los autores por leer para merecer ser leídos en nuevas publicaciones que añadían poco o nada a las lecturas que los precedían. A mí me bastaba saber cultivar algunas plantas alucinógenas en la casa que a los 35 años había adquirido fuera de la ciudad. La tranquilidad había llegado a mi vida. Mi bar logró sobrevivir las crisis económicas porque no importa nunca la pobreza de la gente, siempre desean olvidar que cada vez tienen menos. Yo había dejado de beber y mis amigos habían emigrado a otros estados con todos sus diplomas y la carga de una pensión alimenticia que pagar. Para mi sorpresa, pocos habían muerto, y muchos más olvidaron que a los treinta y cinco años debían pegarse un tiro en la cabeza por quién sabe qué miedo a envejercer.

Mi invernadero era hermoso. Mi consumo de alucinógenos me consiguió algo de sexo por parte de mujeres y hombres que llegaban por recomendación de otros amigos. Los viajantes muchas veces tenían que regresar a sus casas sin la experiencia esperada porque las plantas no se daban todo el año. A lo más, algo de alcohol, mariguana e historias vecinales (mi vecindario había sido el resguardo de una primer corriente del éxodo de la capital). Perdí algo de dinero en préstamos, pero sólo cuando mi visitante era joven y cogía más con vértigo que con las conciencia de tener un agujero hermoso.

A mis creo que setenta años las palabras de Louis Lewin sobre las sustancias psicoactivas siguen retumbando en mi soledad achacosa: "Aquí se encuentran todos los contrastes humanos, barbarie y civilización...misántropos y filántropos... el devoto y el ateo".

Suckceed

Creo tener setenta años. Han sido lo que debían ser. La vida es larga y tortuosa, sobre todo si tomas las decisiones equivocadas, dijo un amigo cuando todo lo que veíamos de la vida eran fluidos escurriendo de nosotros y los demás. Durante un tiempo pensé que en mis cuadernos no encontraría jamás una nota amable. Resultó que durante una etapa de mi vida había reconocido mi pequeñez en el mundo. El sentimiento era tan apabullante que no pude menos que ponerme religioso y buscar las noches en descampados alejados de la civilización. Después de esos periodos de hartazgo regresaba a la ciudad para comprender un poco más que había errado la vuelta de regreso a casa. Y no tenía hogar, pensé, porque nunca había trabajado realmente por lo que deseaba. "Nadie es de ningún lugar", me dijo una vez el mismo amigo, "por eso debes trabajar para ser de alguno".

Hoy es el cumpleaños de mi primer esposa. Ella tenía veinte años cuando quedamos embarazados. Fueron dos meses en que te aferras a ser un infante y piensas en el tiempo que perderás para construir el éxito. En realidad no sabes lo que eso significa. Después de vivir juntos en resignación abortó por complicaciones. Ninguno de los dos lo tomó con amargura, pero jamás logramos decir que las veces que lloramos por este motivo fueron fingidas muestras de terror. Éramos jóvenes y no sabíamos que jamás dejaríamos de ser inmaduros.

Cuando ella murió, sus hijos tuvieron que vender la cripta que desde hacía veinte años habían apartado para sus restos. Arrojaron las cenizas en un bosque donde los niños jugaban los domingos. Hoy visité el bosque. Encontré a sus hijos y me sonrieron. Les ofrecí un trago de whisky y lo aceptaron. Me dijeron que debía ir un día a casa para contar historias de su madre a los nietos. Asentí, pero los tres, sus hijos y yo, sabíamos que era una cara más de lo políticamente correcto.